Aurelio Agustín nació el 13 de noviembre del año 354, su pueblo se llamaba Tagaste, pequeña ciudad del norte de África. Sus padres, se llamaban Patricio, era un funcionario pagano al servicio del Imperio y Mónica, abnegada cristiana; sus hermanos Navigio y Perpetua.

En sus primeros años, Agustín da muestras de ser un niño de ingenio vivo y de entendimiento despejado. Como a todos los niños, le gustaba jugar. Entre sus compañeros destacaba por su facilidad de palabra y por el encanto de su conversión. Era, sin duda alguna, el “líder” entre sus compañeros.

Mientras tanto, su madre le instruía en las cosas de la fe. Le hablaba de Dios y de la humanidad de Jesús al hacerse hombre y morir en la Cruz por nosotros. Mónica poseía el don de la persuasión: sus palabras, sus imágenes, tenía tal fuerza seductora, que difícilmente podían olvidarse sus lecciones.

En Tagaste comenzó a aprender los primeros rudimentos de las letras. Más tarde recordará con tristeza estos sus primero años. Los pupitres de la escuela donde debía estar sentado horas y horas, siempre bajo la amenaza de la varita de un maestro y el repetir a coro, una y otra vez, la monótona cantinela: “uno y uno, dos; dos y dos, cuatro”.
Con 13 años Agustín fue enviado a estudiar gramática a la cercana ciudad de Madaura.  Este lugar presentaba el aspecto aristocrático, de una gran ciudad, rica en monumentos, sede importante de estudios y cultura. La vida en Madaura no estaba hecha para un joven católico que hubiera querido perseverar en su fe.  El cristianismo era considerado allí como religión de pueblos bárbaros. La mayor parte de la población era pagana, como paganas eran también sus costumbres y fiestas.  En este ambiente, y fuera de la casa paterna, el hijo de Mónica se iba olvidando de las lecciones de su madre, y al mismo tiempo se alejaba poco a poco del cristianismo.

Muy pronto Agustín, brilló entre sus compañeros y sus maestros descubrieron en él un niño de porvenir, por no decir un niño “prodigio”. Un día tuvo que declamar un discurso que él mismo había compuesto, el joven orador lo pronunció de una manera tan real y emocionante, que sus compañeros no pudieron menos de aplaudir.

Cuando sintió las fiebres elevadas de su enfermedad, se dio cuenta de que sus días estaban contados. Desde hacía algún tiempo, su salud dejaba mucho que desear. Todos lo sabían y se preocupaban.  El Conde Darío le demostró su simpatía enviándole algunos remedios que su médico le había recomendado. Otros, sin duda, hicieron lo mismo. Pero Agustín era anciano; y con los años, las fatigas, las emociones, las angustias, las privaciones, era ya imposible hacerse ilusiones y alimentar esperanzas humanas.

Por otra parte, ¿qué le podía importar a Agustín la vida en la tierra? Desde el momento de su conversión, aspiraba  a conocer y a amar cada vez más a Dios, y ahora con alegría, sentía que había llegado el momento de decir adiós a  las cosas de este mundo. Lo puede decir con la conciencia tranquila y el corazón lleno de gozo.  Así pues, el 28 de agosto del año 430, el hijo de Patricio y Mónica, Agustín, el Obispo de Hipona, dormía en la paz del Señor. Contaba con 75 años de edad.

La acción que ejerce sobrepasa también las fronteras africanas, se extiende a la Iglesia entera. El primer medio que emplea son los libros que escribe y que son leídos con verdadera avidez. Incluso se propagan entre el público antes de darse cuenta el propio autor. Sus obras son conocidas en toda la Iglesia y leídas en todo el mundo.

San Agustín es sin duda el escritor más fecundo de la Iglesia latina. El número de sus obras es tan grande que un gran estudioso apenas si puede llegar a leerlas todas.  Sus escritos más significativos son:
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  1. Las Confesiones.
  2. La Ciudad de Dios.
  3. El Maestro.
  4. La Doctrina Cristiana.
  5. Los Sermones.
  6. La Trinidad.

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